Desde las reacciones químicas que se producen en la sartén hasta la física detrás de la cocción perfecta, en la cocina nos encontramos con prácticamente todos los principios básicos de la ciencia.

 

Salvo que el lector sea crudívoro, gran parte de los alimentos que comemos han pasado por un proceso de cocinado, cuya función es cuádruple: hacerlo digerible, eliminar las posibles bacterias presentes en el alimento en crudo, conseguir que resulte apetitoso y proporcionarle una temperatura adecuada. Como en cualquier proceso químico, y la cocina es un inmenso laboratorio químico, hacerlo implica que se produzcan transformaciones que alteran su textura, su sabor, su aspecto y, sobre todo, su valor nutricional.

 

Hervir

Como todos sabemos, consiste en sumergir los alimentos en un recipiente con agua y someterlos a una fuente de calor durante un cierto tiempo. Este tipo de técnica preserva el sabor de los alimentos, reduce el riesgo de intoxicación y los hace más digeribles. Sin embargo, como lo hirvamos demasiado haremos que pierda nutrientes, sobre todo en las hortalizas. La mejor forma de evitarlo es cocinarlas con poco agua y durante el menor tiempo posible. También hay que tener en cuenta el tipo de alimento antes de echarlo a hervir: mientras que las hortalizas frescas, las legumbres, los pescados, los huevos y la carne para caldo se añaden al agua fría, el arroz, la pasta y algunas verduras deben incorporarse cuando el agua ha alcanzado su punto de ebullición.

 

Si queremos acelerar la cocción podemos hacer uso de la olla a presión. ¿Cómo lo hace? Para entenderlo debemos tener en cuenta que el agua hierve a 100º C siempre y cuando la presión sea de una atmósfera, la normal en un día de primavera. Como bien saben los montañeros cuando quieren cocinar un plato de pasta a 300 metros, a esa altura el agua empieza a hervir antes de llegar a los 100º C. Esto es así porque el paso de líquido a vapor depende también de la presión. Como a esa altura la presión es menor, las moléculas de agua tienen más facilidad para escapar y, por tanto, la temperatura de ebullición disminuye. Es al revés de lo que sucede en la olla a presión.

 

Las ollas exprés están diseñadas para que el agua hierva a 130ºC, porque de esta manera las reacciones químicas necesarias para cocinar los alimentos se producen tres veces más deprisa. Claro que esto tiene sus inconvenientes: cinco minutos de más en la olla son como un cuarto de hora más en cocción normal. Otra de las ventajas es que al cocinar en tan poco tiempo los alimentos conservan la mayor parte de sus nutrientes. Tan sólo puede producirse pérdidas de vitamina C, sobre todo en el caso de las verduras, si se quedan más tiempo del necesario en contacto con el agua de la cocción.

 

Freír

No solo podemos cocer en agua, también en aceite o cualquier otro medio graso, como la mantequilla. Es una de las formas más rápidas de cocinar y, obviamente, la más calórica, pero para hacerlo bien hay que tener en cuenta una sencilla regla: se debe usar un aceite tan caliente como se pueda pero sin que llegue a humear; sólo así esa costra crujiente característica -debida a la coagulación de las moléculas de la superficie- se forma lo más rápidamente posible e impide que el aceite empape el alimento.

 

Durante la fritura se producen una serie de reacciones químicas que modifican las características organolépticas del alimento, pues afectan tanto a las proteínas como a los lípidos y los carbohidratos. Al freír lo hacemos a alta temperatura, y eso también conlleva una pérdida de nutrientes, sobre todo de vitaminas. Al igual que al hervir, podemos freír prácticamente cualquier alimento. Ahora bien, en el caso del pescado lo mejor es utilizar cortes de poco grosor, como filetes, ventrescas o rodajas finas. Por el contrario, con la carne debemos hacer lo contrario: que no sea excesivamente delgado pues así se conservan mucho mejor sus jugos y nutrientes. En ambos caso, lo importante es freír con el menor aceite posible y siempre con la sartén bien caliente.

 

Asar

Los asados deben su éxito a dos motivos. Por un lado, la superficie de la carne, calentada en presencia de aceite o mantequilla, se endurece porque el jugo se evapora y las proteínas de la carne coagulan; por otro, los componentes de la carne reaccionan químicamente originando moléculas aromáticas. Mientras se forma esa costra tan sabrosa como característica, en el interior las moléculas de colágeno, que dan rigidez a la carne, se degradan y, en consecuencia, la carne se ablanda. Si se calienta a fuego vivo durante un corto espacio de tiempo, el jugo de la parte interior no se difunde demasiado al exterior y la carne conserva su suculencia. Por eso no se debe abrir la puerta del horno: el vapor desprendido se escapa, es sustituido por parte del jugo de la carne y, en consecuencia, el asado se deseca.

 

Sin embargo, el principal problema del asado es el cálculo del tiempo de cocción. Para que quede perfecto debe alcanzar en la parte más interna una temperatura de 70 grados, indispensable para degradar el colágeno y ablandar los músculos. ¿Cómo saber si se ha conseguido sin tener que meter un termómetro dentro de, por ejemplo, un pavo? Aplicando la llamada relación de Fick, que dice que el tiempo necesario para que el centro de un pavo alcance una temperatura dada es proporcional al cuadrado de su radio. Desde el punto de vista nutricional el asado hace que se pierdan las vitaminas sensibles a las altas temperaturas, como la B1 o la D, y produce la desnaturalización de las proteínas lo que hace que sea más fácil la digestión.

 

Y aunque asar siempre va asociado a carne o pescado, también se pueden asar las verduras, sobre todo las más carnosas, como el calabacín, el tomate, la berenjena, los pimientos y, por supuesto, las patatas, tanto enteras como en rodajas. Hay que tener en cuenta que si bien el asado realza el sabor de las verduras, puede producir la pérdida de cerca del 25% de sus vitaminas.

 

Brasear

Cuando ponemos un trozo de carne en un recipiente cerrado con un poco de líquido en espera de que lo absorba estamos braseando. En este caso el proceso de cocinado -que siempre se reduce a dar sabor y ablandar- se lleva a cabo, primero, a fuego fuerte dorando la superficie y, segundo, ablandando a fuego lento. Ahora bien, ¿cómo pasa el jugo al interior de la carne? ¿Por qué no sale de ella, como sucede en el asado? Por ósmosis, que juega un papel vital en diferentes procesos fisiológicos: regular el paso de nutrientes al interior de la célula o que el agua ascienda por el interior de los troncos de los árboles. En el braseado, el líquido que hemos puesto en el fondo es un jugo muy concentrado, más que el existente en el interior de la carne. Entonces las moléculas aromáticas de las zanahorias, cebollas, puerros, apios... pasarán a la carne: la ósmosis favorece, a través de la membrana de las células de la carne, el paso de aquellos componentes en los que las concentraciones sean distintas y se produce de las zonas de mayor concentración a las de menor.