Por allá , por el año 2011, tuve la oportunidad de hacer un viaje fantástico; se trató de ir a la antigua bahía de Nápoles,  la famosa bahía italiana que fundaron los griegos, y soguzgaron los romanos.

 

La bahía de Nápoles es un magnífico escenario portuario, cargado de historia, colores y sabores; sus mujeres españoladas como su comida, emulan los tiempos en que los reyes de Aragón se enseñoreaban del lugar. Sus altos edificios, que nos recuerdan a la vieja Habana, invitan a la reflexión de siglos de historia, de reinos; de poderosos monarcas que gobernaron esta parte tan añeja como mágica de la península itálica.

 

Por demás es decir que estando allí, la tentación de embarcarse a la isla de Capri es imperiosa. El trayecto en una barcaza a motor de mediano tamaño fue tan rápido como agradable. En el trayecto, un ciudadano francés de nombre G me comentó que tenía deseos de conocer la isla por una famosa canción; yo le dije que mi motivación era exactamente la misma. Le pedí la canturreara brevemente, y empezó a cantar así, entonadamente, a media voz;

                   Capri, c'est fini

Et dire que c'était la ville de mon premier amour

Capri, c'est fini

Je ne crois pas que j'y retournerai un jour

 

Capri, c'est fini

Et dire que c'était la ville de mon premier amour

Capri, c'est fini

Je ne crois pas que j'y retournerai un jour 

 

Una vez allí descubrimos que había un paseo llamado “la grotta azzurra” (la gruta azul). Dos bellas damiselas, jóvenes norteamericanas, venían muy tristes porque no habían podido embarcarse; les resultaba demasiado oneroso. Yo las animé y les dije: ¡yo las invito! El típico mexicano que gasta lo que no tiene. Ellas no lo podían creer. Acompañado de las bellas jóvenes nos dirigimos a la gruta que fue recreo de emperadores. Me imaginaba al poderoso emperador Tiberio gastando el día desafanado de los problemas que le acarreaba su alta investidura; después de todo, para eso era el emperador. Mi sorpresa fue mayor cuando descubrí que justo frente a la entrada de la gruta, atracaban a los paseantes unos modernos piratas que se adueñaban de aquel sitio, y permitían o no la entrada previo pago de derechos. Una vez ahí, era ridículo no entrar; algunos paseantes se enfurecían, pero poco se podía hacer. Había que pagar o pagar. Esa es Italia. Atracando a sus paseantes a plena luz del día sin que las autoridades defiendan al bisoño visitante. Lo más seguro es que ellos recibieran parte del botín. El recorrido en la gruta fue tan efímero que apenas tuvimos tiempo de reconocerla. Los saboteadores de la felicidad de los turistas tenían mucha prisa por explotar al máximo su patente de furtivos ladrones; de ilegales expoliadores de sus bellezas naturales.

 

Aun cuando agriaron el ambiente, el paseo resultó ser inolvidable.

 

Qué lástima que desde hace más de tres meses nada de eso se pueda hacer en la bella Italia. También lo siento por esos modernos piratas que pensaban que su mina de oro no se iba a extinguir jamás.