Las Navidades se han convertido en una de las festividades más representativas de la religión cristiana. Sus orígenes y muchas de sus tradiciones, sin embargo, tienen su génesis en el paganismo.

 

En los primeros siglos de religión cristiana, la Navidad no gozaba de relevancia alguna. De hecho, no formaba parte del calendario religioso. Dado que se desconocía el día exacto en el que había nacido Jesucristo, resultaba imposible festejar el evento. La cuestión del natalicio de Cristo solo empezó a cobrar importancia en el momento en el que distintos autores cristianos se dedicaron a redactar cronografías de la vida de Cristo y la creación del mundo. Tras muchas elucubraciones al respecto, un hombre político de la Roma imperial tomaría una decisión clave. Alrededor del año 330 d.C., el emperador romano Constantino tomó el 25 de diciembre como fecha del nacimiento del Mesías. La hace coincidir con la festividad pagana del Sol Invictus. De forma paulatina, la asunción del 25 de diciembre como fecha del nacimiento de Cristo se expande a otros lugares de la Cristiandad. Es este un modo de sustituir las creencias y las prácticas paganas por aquellas cristianas. La iglesia de occidente acabe por aceptarla completamente e incluirla en su calendario religioso (no así la iglesia ortodoxa, por ejemplo, que considera el 6 de enero, día de la epifanía, como fecha del nacimiento de Jesús).

 

El 25 de diciembre coincidía con las celebraciones paganas que se realizaban durante el solsticio de invierno, la noche más larga del año y el punto del año en el que empezaban a aumentar las horas de luz diurna. Era el momento en el que la luz solar regresaba, la fiesta del Sol Invictus que marcaba el renacimiento del astro rey. En la Roma antigua se denominaba Dies Natalis Solis Invicti y, de hecho, el término Navidad deriva de Nativitas “nacimiento”, un término que, emparentado tanto con la fiesta del Sol sol renacido como con el alumbramiento de Cristo, alimentó la fusión sincrética entre la celebración pagana y el culto cristiano.

 

Las fiestas Saturnalia que se celebraban entre los romanos también tenían lugar en fechas próximas al solsticio invernal. Se festejaban en honor del dios Saturno, divinidad agrícola, y eran fiestas de excesos durante las cuales se invertía el normal orden social. Se cerraban las cortes de justicia, los excesos no se castigaban y se realizaban intercambios de pequeños regalos que recuerdan al canje de presentes natalicios. También se elegía a un prínceps, una burla de la real clase política similar al Lord of Misrule de la tradición anglosajona, al que se le atribuían todos los poderes mientras duraban las Saturnalia. Los sectores más humildes de la población romana se dedicaban a ir de puerta en puerta cantando a cambio de comida, una práctica que puede considerarse precursora de los cantos de reyes y el aguinaldo. Otra celebración pagana que tenía lugar en torno al 25 de diciembre eran las Juvenalia, una festividad que celebraba la infancia y durante la que algunos sectores sociales romanos prestaban culto a Mitra.

 

El solsticio invernal no solo se celebraba en el contexto de influencia romana, sino que su festejo era común en muchas comunidades históricas a lo largo y ancho de Europa. Entre las celebraciones paganas del solsticio se cuenta la fiesta de Yule en Escandinavia, que solía dar comienzo el 21 de diciembre. Como parte de las celebraciones tradicionales, se quemaba un tronco y se realizaban copiosos banquetes a lo largo de doce días como actos propiciatorios que debían asegurar la fertilidad de los campos y la abundancia de las reses en los establos. Es probable que el tronco dulce que consumimos hoy en día durante las fiestas navideñas derive en parte del tronco de Yule. Además de los banquetes comunitarios, se llevaban a cabo sacrificios de animales y ofrendas de sangre, que se utilizaba para asperger áreas de los edificios conectados al culto religioso. En los contextos culturales del norte de Europa, el solsticio de invierno también se conectaba con las fiestas de los muertos y la cacería salvaje, una procesión de difuntos y demonios que, guiados por divinidades como Odín, cruzaban los cielos en ruidosa cabalgata a la caza de almas. Con la paulatina cristianización de los territorios del norte europeo en el siglo X, se hizo confluir los festejos de Yule y la celebración de las Navidades en una única festividad.