Todo indicaba que esa mañana de fines de mayo de 2020 sería como cualquier otra en la monótona vida que Marco Antonio Lara Franco lleva en el penal en el que ha estado preso desde hace 20 años. Tras dos horas de trote y boxeo, regresó, sudado, a su celda del área O-24 del penal de San Miguel, en Puebla.

Se quitó la sudadera y se recostó sobre su camastro, hasta donde se colaban esos vientos fríos que ocasionalmente caen sobre la capital poblana. De pronto, comenzó a estornudar; el resfriado lo obligó a recurrir, dos días después, al servicio médico.

La doctora revisó a Marco Antonio con un termómetro, un estetoscopio y un espirómetro y, sin practicarle ninguna prueba adicional para detectar Covid-19, le advirtió:

—Usted es candidato para la nave 3.

—No me lleven para allá, denme medicamentos; sólo es un resfriado. Pero no me lleven para allá —reaccionó Marco Antonio con miedo.

Ella movió la cabeza de un lado a otro, negando la petición. Marco Antonio, un hombre de 60 años en ese entonces, sabía lo que eso significaba.

Poco después, cuando lo trasladaban, todavía alcanzó a decir a Pacheco y Tulio, sus compañeros del módulo:

—Yo creo que ya no nos vamos a volver a ver…

—¡No, cómo crees Toño! ¡Échale ganas!

Marco Antonio comenzaba así el camino hacia la nave 3, mejor conocida como “la nave de la muerte”, el lugar en donde eran confinados los contagiados por Covid-19 y del que pocos lograban sobrevivir.

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