En la comunidad de San Isidro Laguna (Valle Nacional, Oaxaca) solo se habla chinanteco, una lengua de tradición verbal que no cuenta con sistema de escritura. Las personas externas a la población de 100 habitantes, como la Dra. Valeria Rebolledo Angulo, deben recurrir a un diálogo bilingüe donde son los lugareños quienes tratan de comprender el español. Aun así, el intercambio suele ocurrir favorablemente a nivel elemental.

La investigadora compartió con los asistentes del Congreso de Lectura y Escritura 2021 (CONLES), que se desarrolla en los canales virtuales de la IBERO Puebla, sus experiencias en un salón de clases en una escuela primaria indígena del municipio. Uno de sus primeros hallazgos fue la confirmación de que el bilingüismo implica el dominio gramatical y pragmático de dos lenguas.

Existen diferentes matices en las destrezas de los niños indígenas para hablar dos lenguas. Rebolledo Angulo observó en una de las clases que los chinantecos lograban comprender el español, pero preferían responder en su lengua materna antes que en castellano. “Esta fluidez no radicaba en el uso específico de una sola lengua: la comunicación fluía en el uso alternado de ambas lenguas”, insistió.

Las interacciones cotidianas demostraron que no existía un cambio marcado entre diferentes códigos (lenguas), sino que ambos coexistían armónicamente en la construcción de los discursos. Así, se mostraban procesos de “competencia comunicativa”, donde el concepto mismo de lengua se ve diseminado por las prácticas de los hablantes: los grupos configuran sus propios lenguajes.

México no cuenta con una lengua oficial. Si bien la más hablada es el español, a ella se suman 68 lenguas indígenas y más de 350 variantes lingüísticas con base en su ubicación geográfica; el chinanteco presenta hasta 17 variantes. Estos cambios en los modos de hablar también están presentes en las lenguas dominantes como el chino, el inglés y el propio castellano, pero suelen ser marginados por los sistemas educativos y las academias especializadas.

Por estos motivos, la especialista centró sus estudios en la hipótesis de que el habla se construye a partir del encadenamiento de voces distintas en un proceso de diálogo constante. Concibió el aula como un espacio multivocal (mas no multilingüe), donde los participantes recurrían a sus respectivos repertorios lingüísticos para generar un lenguaje común para todo el grupo.

En ejercicios de intercambio de ideas, cada uno de los integrantes de la clase podía extender su reservorio de palabras, lo que permitía distinguir los conjuntos léxicos, modismos y frases que cada uno utiliza con base en su contexto. “Veía una comunicación fluida que intercambiaba palabras entre el español y el chinanteco. Sin embargo, existían momentos de tensión”.

Dichas manifestaciones eran visibles en la elección de palabras con base en convenciones sociales y referentes culturales. Cuando a los niños se les pidió que pensaran en palabras que iniciaran con jota, los participantes encontraron diferentes significados de la palabra “junta”: el indicativo para “juntar”, el sinónimo de “reunión”… Esta polisemia les generó estrés.

El silencio también ha sido identificado como una situación de tensión debido a la falta de respuestas a las preguntas de los libros de texto. “Al expresar su silencio, los niños hacían presente su posición frente al otro. Los silencios de los niños eran voces no verbales que resistían ante el otro”. Una interpretación alternativa es que se trata de una respuesta a la complejidad de la enseñanza en espacios multivocales.

Entre sus conclusiones, Valeria Rebolledo encontró que tanto los estudiantes como el profesor no recurren a un préstamo interlingüístico constante que permite que exista una lección fluida. “En los diálogos entre el maestro y los alumnos de San Isidro podemos identificar el esfuerzo y la disposición que cada uno de los participantes tenía por entender y escuchar a los otros (…) y a partir de estos saberes construían encuentros y desencuentros”.