El campo magnético de nuestro planeta es fundamental para la existencia de la vida, pero desconocemos muchas cosas de él: cómo apareció, por qué a veces se invierten los polos y qué hace que se mantenga.

 

El centro de la Tierra no deja de sorprendernos... y de crecer. A medida que la Tierra se enfría con el paso del tiempo el tamaño del núcleo interior crece al solidificarse el hierro fundido. Los cálculos sugieren que el núcleo central comenzó a formarse hace entre 1000 y 3000 millones de años y no ha dejado de crecer desde entonces. Además, la diferencia de temperatura que existe entre ambas partes es suficiente para causa un movimiento de convección en el núcleo externo: el material caliente asciende y el frío desciende, de forma análoga a lo que sucede cuando calentamos una olla con agua. Y es esta convección la que anima y mantiene una de las grandes incógnitas de la geofísica: el campo magnético terrestre.

 

¿De dónde viene el campo magnético?

 

Desde que en 1600 el médico de la reina Isabel de Inglaterra William Gilbert llamara a nuestro planeta el Gran Imán, descubrir por qué posee un campo eléctrico ha sido un problema cuya solución a exigido varios siglos de trabajo. Solo hay dos formas de producir un campo magnético: a través de una magnetización permanente (que es lo que proponía Gilbert) o a través de corrientes eléctricas. Sea cual sea la explicación, ésta debe dar respuesta a cuatro hechos básicos bien afianzados: que el campo magnético se produce en el interior de la Tierra (al menos en un 99%); que lleva con nuestro planeta prácticamente desde su origen y que varía en intensidad y dirección (es lo que se llama la variación secular). Y, finalmente, lo más misterioso de todo: que de vez en cuando se produce una inversión del campo, de forma que el norte magnético pasa a ser el sur y viceversa.

 

Campo magnético terrestre

 

Una magnetización permanente no es capaz de explicar todo esto, así que solo nos queda la propuesta que hizo en 1919 el irlandés Joseph Larmor, cuando sugirió que era producido por un efecto dinamo: ciertas corrientes eléctricas deben producir el campo magnético. Estas corrientes no pueden aparecer en el manto, pues está compuesto por materiales semiconductores y son incapaces de producir un campo de la intensidad que observamos; las corrientes eléctricas solo pueden producirse en un único lugar: el centro de la Tierra.

 

 

La dinamo terrestre

 

La propuesta de Larmor de una dinamo exige la preexistencia de un campo magnético inicial y un material conductor de la electricidad (el hierro) que esté girando para convertir la energía rotacional en energía magnética. Una vez que la dinamo empieza, el campo magnético inicial puede desaparecer; ya no es necesario. Y lo mejor de todo, éste es un sistema automantenido siempre y cuando siga en rotación.

 

No conocemos cuál fue el origen del primer campo magnético de la Tierra. Unos sugieren que fue un trozo del campo magnético interestelar que quedó “atrapado” a medida que se formaba nuestro planeta; otros que apareció debido a un efecto termoeléctrico. Para entenderlo imaginemos una barra de hierro que está más caliente en un extremo que en el otro. Los electrones del lado caliente se mueven más deprisa, luego un número mayor alcanza el otro extremo de la barra. Esto produce una separación de cargas (hay más electrones en un lado que en otro) y, por tanto, una corriente eléctrica y un campo magnético, como demostró William Thomson en el siglo XIX. Una tercera posibilidad es que se produjera algún tipo de reacción química que hiciera que el manto funcionara durante un tiempo como una batería. Sea como fuere, no hay manera de saber cómo surgió ni cómo era ese campo magnético inicial pues no han quedado restos de su presencia en rocas; ni tan siquiera podemos estimar su valor por paleomagnetismo.

 

La antidinamo

La idea de la dinamo de Larmor fue ganando adeptos entre los geofísicos hasta que llegó un matemático inglés llamado Thomas George Cowling, un hombre muy alto y pelirrojo que no pasaba desapercibido en los congresos científicos y cuya mayor distracción era atacar todas aquellas propuestas físicas que no se sustentaban en una buena base matemática. Para Cowling la dinamo de Larmor no lo estaba. Así que en 1933 publicó un famoso artículo donde aparecía el que se conoce como “teorema antidinamo”: un campo magnético en el centro de la Tierra y simétrico alrededor de un eje no puede ser mantenido por una dinamo. El varapalo fue de órdago hasta el punto de que, aún hoy, algunos creacionistas citan este teorema para apoyar su idea de que Dios creó el mundo hace unos pocos miles de años. No obstante, este teorema no es lo suficientemente general para prohibir el mecanismo de dinamo en cualquier situación. Durante casi dos décadas los matemáticos buscaron un teorema que generalizara el de Cowling... sin éxito. Todo terminó cuando en 1970 Steve Childress y Glen Roberts demostraron que el tan buscado teorema general antidinamo no podía existir.

 

Ahora bien, si la propuesta de Larmor no era correcta, ¿cómo funciona la dinamo terrestre? Su búsqueda ha marcado una de las aventuras científicas matemáticamente más complejas que existen y jugó un papel muy importante en la aparición de una nueva rama de la ciencia, la magnetohidrodinámica (MHD), que combina el electromagnetismo con la mecánica de fluidos. Decir que es una disciplina muy compleja es quedarse corto. Tal es el punto que uno de los padres de la MHD y premio Nobel de Física, Hans Alfvén, se quejó durante una cena que no podía publicar sus artículos en las principales revistas científicas de física y geofísica “porque los revisores no entienden los fundamentos de los nuevos conceptos que estoy proponiendo”.

 

La solución

El padre de la moderna dinamo terrestre fue un alemán que descubrió con 15 años que era de origen judío y tuvo que emigrar a Estados Unidos: Walter Elsasser. Empezó a poner las bases de la nueva teoría en 1941, en el tiempo libre que le quedaba tras sus horas de servicio en el Cuerpo de Señales del ejército norteamericano. Poco a poco otros fueron añadiendo pedazos que iban a dar consistencia a la teoría: ese fue el caso de Eugene Parker, un profesor de la Universidad de Chicago que se dio cuenta de que la parte líquida del núcleo debía rotar diferencialmente, como hace el café de desayuno cuando le damos vueltas con la cuchara: el líquido de la parte central de la taza gira más deprisa que el de los bordes.

 

Si además se añadía la existencia de convección en el núcleo y que está sometido a la fuerza de Coriolis (un efecto de la rotación terrestre que hace que los huracanes roten en sentido horario en el hemisferio norte y antihorario en el Sur), las cosas empezaban a encajar. Pero tuvimos que esperar hasta 1996 cuando Gary Glatzmaier (en Los Álamos) y Paul Roberts (en UCLA, California) propusieron la primera dinamo tridimensional para la Tierra. Habían pasado casi 400 años desde que William Gilbert escribiera Sobre el imán, los cuerpos magnéticos y el Gran Imán, la Tierra. Un libro por el que se considera a su autor padre de la ciencia experimental inglesa y a quien debemos la palabra electricidad. Pero a pesar de todos los avances y descubrimientos que hemos vivido, el núcleo de la Tierra sigue siendo, todavía, ese país desconocido.