Corría el año de 1982 y la guerra civil en Guatemala llegaba a uno de sus puntos más altos, el conflicto armado se recrudecía y miles de muertos, desaparecidos y desplazados se sumaban a la larga lista de víctimas.

 

Era el mes de octubre cuando la Agencia de la Organización de las Naciones Unidas para los Refugiados y el gobierno mexicano, firmaron un acuerdo en el que, entre otras cosas, se estableció crear la representación de un Alto Comisionado.

 

Así pues, entre 1982 y 1984 alrededor de 50 mil guatemaltecos (muchos de ellos pertenecientes a comunidades indígenas) cruzaron la frontera y se asentaron en campos habilitados exprofeso en Chiapas, Campeche y Quintana Roo, siendo la primera entidad, la que acogió a la mayoría (30 mil).

 

Las autoridades mexicanas diseñaron un plan que consistió en proporcionarles albergue, proveerles tierras de cultivo y por supuesto, dotarlos de alimentos y servicios públicos durante un tiempo considerable hasta lograr su integración social.

 

Nueva ola

 

Ya pasaron más de tres décadas desde aquella asistencia humanitaria y una parte de esa gente que abandonó Guatemala decidió radicar permanentemente en este país, conformar una familia y tras algunos años de gestión, obtener un papel de residencia.

 

Hoy, México se enfrenta a uno de los principales fenómenos migratorios del siglo, con la llegada de –al menos- 5 mil personas, en su mayoría provenientes de San Pedro Sula, Honduras, que, de acuerdo con el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal A.C., fue hasta 2016, la tercera ciudad más violenta del mundo con una tasa de homicidios de 112,09 por cada 100 mil habitantes.

 

¿Recibir o rechazar?

 

Esta caravana tiene como objetivo llegar a Estados Unidos, para ello, deberá recorrer más de 2 mil kilómetros por tierra; no obstante, la geografía no es el único reto, sino también el legal, ya que el noventa por ciento de estos migrantes carecen de documentos (visa y/o pasaporte) que les impedirá entrar y solicitar formalmente asilo a México o a la unión americana.  

 

Quizá el destino final de esta diáspora se verá truncado, debido a la rígida política migratoria del vecino del  norte, por lo que México está obligado a contar con una “medida B”, apegada a su tradición de “puertas abiertas” a quienes, por motivos de violencia y pobreza deciden salir de su lugar de origen.

 

“Bienvenidos a México”

 

México tiene un deber humanitario como nación líder en Latinoamérica y no sería la segunda vez que realiza esta acción en la historia moderna. Entre 1939 y 1942 albergó a cerca de 25 mil exiliados de la guerra civil española; asimismo, durante la dictadura militar en Chile (1973- 1990) el país “adoptó” alrededor de 3 mil disidentes.

 

A pesar de estos antecedentes, un nuevo debate se abre en México: ¿Permitir el libre tránsito a estos miles de hondureños? ¿Se les puede otorgar asilo? ¿Expedirles visas de trabajo (como lo dijo el presidente electo de México, Andrés Manuel López Obrador)?

 

Cruce o no la marcha hacia Estados Unidos, México debe tener un marco exterior y migratorio más sólido, congruente y acorde con los nuevos tiempos, donde la circulación de personas en busca de una vida mejor es una tendencia que se irá incrementando aquí y en cualquier sitio del mundo.

 

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